Perdí mi voz
Hace tiempo ya, tanto que no puedo medir cuánto, perdí mi voz.
No sé dónde la dejé la última vez que la ví, que la usé.
Deslizo mis dedos por el teclado, deslizo la pluma sobre el papel. Y sí, se trazan líneas, se agrupan píxeles en forma de símbolos que puedo leer.
Pero no me reconozco.
Desde hace meses, he vuelto a cultivar el hábito de leer conscientemente, en parte debido a mi compra de un Kobo. Cuando creé este sitio web, me fijé otra misión: el recuperar el hábito de la escritura. Pero este me ha costado mucho más.
Aún cuando, objetivamente, tengo más práctica que antes —me he forzado a escribir al menos un par de párrafos cada día, sobre cualquier cosa, como hámster que retorna a la rueda por costumbre—, no me siento completamente cómodo con el resultado.
Y es que, realmente, nunca lo he estado. Pero aún dentro de mi inconformidad con lo que solía escribir hace años, podía hallar parte de mí en lo que sea que escribía.
Ahora, si pongo las palabras frente al espejo, no es a mí a quien veo.
Veo la escritura como algo esencial a quien soy realmente. Me da gusto (re)conocerme como escritor, pero mi producción escrita estos últimos años ha estado muy lejos de lo que quisiera.
No sé si es el pasar de los años, o el inmenso cambio en mis circumstancias y entorno desde hace un par de años —empezando por lo más obvio: la migración, el haber dejado ir la arena caribeña por el blanco de la nieve que reposa en todas las montañas que alcanzo a ver desde mi ventana.
Algo no me está funcionando.
Pero dentro de esta inconformidad también encuentro el deseo de cambiar, de mejorar y de regresar, de (re)encontrarme con el oficio de escritor.
Hallaré la forma, hallaré el momento.
Mientras tanto, seguiré persiguiendo mi identidad como escritor, en partes iguales a todo lo demás que soy.
Y seguiré encontrándome con el oficio de lector, eterno recordatorio de todo lo posible, de las mil realidades que se pueden vivir, construir y crear.